El bonsai y las soluciones políticas
Tengo un amigo bonsaiísta, o como se diga. Le fascina y vive el lentísimo mundo del bonsái: recrear en la palma de tu mano un árbol completo, pero lo que busca es crear, especialmente, un ser equilibrado y bello.
La idea de éste milenario arte japonés, donde estás quizás treinta o cuarenta años cuidando un árbol para que nunca puedas decir que “estás conforme” (porque nunca está acabado) es que has cuidado el desarrollo de tu semilla para que crezca equilibradamente. Has guiado cada tallo para que se convirtiera en rama, has indicado la buena dirección a varias ramas, has quitado otras, y has preparado el terreno para –en el momento que juzgues adecuado, puedas injertar un nuevo brote o buscar un nuevo equilibrio, más armónico.
Hablando con él, me explicaba que, los árboles tienden a crecer por su extremo más alto, para triunfar en su lucha por el sol. El crecimiento se acentúa en la parte superior y los bordes exteriores de las ramas del árbol Las ramas del interior y las inferiores eventualmente morirán, mientras que las ramas superiores crecen con fuerza desproporcionada. Estos son dos efectos nada deseables para el crecimiento de los árboles.
Por ello, la base de esta técnica es la poda controlada: el extremo superior, que tiende a seguir subiendo y alejándose del resto del árbol, ha de ser podado. De esta manera se estimula al árbol a distribuir su fuerza obteniendo un crecimiento más uniforme al tiempo que se desarrollará un follaje denso.
Me diréis: ¿Y qué tiene que ver esto con las soluciones políticas? Creo que mucho.
La sociedad, cómo árbol que crece naturalmente, tiende a desarrollar sus ápices superiores de manera desproporcionada. Digamos que, cuanto más rico eres, más poder acumulas y más creces. El crecimiento de ese ápice superior de la sociedad, es exponencial y rápidamente deja atrás al resto del árbol, logrando con ello que las “ramas” inferiores no reciban luz ni energía y se sequen y mueran. El secreto del bonsái es limitar, podar, esos ápices de crecimiento, impidiéndoles continuar su subida, para que así “el árbol redistribuya su fuerza obteniendo un crecimiento más uniforme al tiempo que se desarrollará un follaje denso”.
Cuando la sociedad crece por sí sola, cual árbol sin cuidados, desarrolla su “capitalismo salvaje”. Las ramas superiores crecen desmesuradamente (sin mesura, de mensurar, medir) y ahogan y matan las inferiores y medias.
Los “ápices de crecimiento” son las grandes empresas o corporaciones, inmensos conglomerados dirigidos por personas altamente formadas en un sistema cruel y sencillo: lograr el mayor rendimiento económico de cada cosa que tenga que ver con la producción, aunque sea a costa de explotar a los productores directos.
Es un sistema basado en los sentimientos más primitivos de los seres humanos, los menos evolucionados, aquellos que nos hermanan con los machos alfa de cualquier grupo de antropoides o animales: el egoísmo y la falta de conciencia de sus resultados. La falta de responsabilidad sobre sus efectos. Ya lo decían los fundadores del pensamiento capitalista: el sistema está basado en que el interés egoísta se convierte en interés general. NO existe contacto con lo que la evolución nos ha traído como especie humana: la empatía.
Así, llegamos al extremo absurdamente terrible de que hoy, el 1% más rico del mundo ya posee tanta riqueza como el resto de los habitantes del planeta (Datos Oxfam 2018).
Estamos viviendo un mundo en el cual todos los beneficios son para los que cada vez acumulan más poder y riquezas, en un proceso exponencial que cada día es más veloz. Sabemos que son cada vez menos y más poderosos. A veces ni son personas: son corporaciones guiadas por funcionarios que “sirven” al poder mientras se despersonalizan y encarnan las dos normas fundamentales de la moral empresarial: lo que dé beneficios es correcto y nuestra única meta es crecer. La ética, ausente con apercibimiento.
Como en aquella monstruosa escalera de la cantera del campo de exterminio de Mauthausen, quien no aguanta el ritmo y se deja caer, o es empujado al vacío por los jefes o sus propios compañeros, que solo anhelan poder seguir subiendo sus piedras aunque sea un día más.
Estas estructuras monstruosas, basadas en el concepto “natural” del egoísmo humano, solo pueden ser contenidas por las leyes de los Estados (que tan bien saben burlar, por otra parte) Y estas leyes han de basarse en este principio del bonsai que comentábamos antes: Podar y limitar los ápices de crecimiento desmesurado para que el desarrollo de la planta social sea armónico, proporcionado y permita que la savia y el sol lleguen a todos los niveles del ser viviente que es nuestro árbol social. No es tan difícil. Sólo hay que aceptarlo.
¿Qué significa? Que los Estados deben limitar el crecimiento de los capitales, deben limitar la acumulación de beneficios, deben estar presentes en las decisiones que se tomen a partir de ciertas cantidades de dinero. Y estar presente para asegurar el concepto de que lo que se haga, ha de ser bueno para la gente, y no servir meramente para aumentar capital. Ya hace tiempo que sabemos que “los ricos no crean riqueza”. Crean fastos para sí mismos y legiones de sirvientes y empleados a sus órdenes, para su propio beneficio o diversión. Instalar un hotel de lujo en un pueblecito de pescadores no trae la prosperidad a ese pueblecito: trae el servilismo. Las mujeres pueden trabajar de personal de servicio, los hombres de lo mismo, y pasar sus jornadas enteras atendiendo a los potentados que lo visiten… Y se acabó la vida que tenían antes.
O sea que, hasta que no tengamos gobiernos de Estados con el suficiente valor y fuerza para limitar el crecimiento salvaje de las ramas que más se alejan del tronco y ayudarlas a crecer armónicamente con respecto a todo el cuerpo del ser viviente del cual forman parte… viviremos en la jungla. No en un maravilloso, armónico, lindo y soleado jardín.